Publicado en El Nuevo Herald el 13 de febrero del 2020. Leer en El Nuevo Herald.
La democracia es un sistema de convivencia y entendimiento entre los ciudadanos que eluden el conflicto y procuran el consenso. Pero los acuerdos son impensables si se excluye el debate de ideas y posturas.
Y si algo está vaciando de gracia y sustancia a la democracia es precisamente, la renuncia a la discusión doctrinaria, programática, sin virulencia ni simplismos. Esa contumaz necedad de sustituir las ideas por las consignas.
Ahora una campaña política se diseña para hacer encuestas que te digan “que quiere la gente”, y de inmediato proceder a ofrecer lo que piden los encuestados, no importa que no haya ni la posibilidad ni la intención de concederlo.
Entonces la política se ha hecho plutocrática. Tiene más chance quien pueda gastar más. El gasto se concentra en publicidad en medios de comunicación tradicionales y en la redes. El propósito es diseñar un mensaje efectista y equívoco, que oculte más de lo que revela, porque no busca comunicarse con la inteligencia sino con las emociones del pueblo manipulable.
Así el discurso político imita a ese género musical contemporáneo que llaman regetón. Es decir, se torna monótono, chabacano y pegajoso. A fin de cuentas, en medio del ahogo mediático y digital, lo que se quiere es que la gente vote sin pensar, en lugar de pensar para después votar.
Uno ve los debates de los candidatos por televisión y se envuelve en la estupefacción. Se comparten acusaciones y/o descalificaciones, pero se gambetean los temas sensibles, los que obligan a dar explicaciones, los que facilitan la educación política de la gente.
La ausencia de debate consistente es una de las causas del brote torrencial de la antipolítica. Del desprestigio de la política, los políticos y los partidos. Del encumbramiento de farsantes, demagogos, abusadores y maromeros, que suelen crear grandes tragedias.
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