Publicado en el Nuevo Herald el 24 de Agosto del 2019.
En 1999, gracias al insano aturdimiento del presidente Boris Yeltsin, Vladimir Putin asumió el mando en Rusia. Él venia de ser un eficiente jerarca de la KGB, aparato represivo del comunismo soviético, además de funcionario disciplinado en una alcaldía y en la presidencia de una república en caos.
Nomás tomar el control, Putin tejió una telaraña de poder con los organismos de seguridad del estado, el alto mando militar, los jefes de burocracias provinciales, la jerarquía de la iglesia ortodoxa rusa y la nueva oligarquía que se había apoderado de las empresas que fueron estatales en tiempos de la Unión Soviética.
Con el abuso de ese poder, las limitaciones a la libertad de expresión y otros derechos humanos, la represión tan descarada que hasta llega a envenenar a sus contrarios, imperialismo trasnochado, fraudes electorales, uso antojadizo de hombres de paja como Dimitri Medvedev, la bonanza petrolera y continuismo vicioso, Vladimir Putin ha logrado aferrarse al poder absoluto los últimos veinte años.
Para ganar popularidad él ha levantado la ilusión nacionalista de la resurrección de la Gran Rusia zarista y soviética. Por eso promovió guerras como la de Chechenia, lo encontramos en una necia y ruinosa competencia geopolítica con los Estados Unidos y aliado de sujetos más que despreciables como el sirio Assad, los cubanos Castro y los venezolanos Chávez-Maduro.
Hoy cuando las democracias más prestigiosas del planeta repudian a la bandidocracia castrochavista y reconocen al presidente legítimo de Venezuela Juan Guaidó, Putin se abraza al cádaver político de Maduro, con más alarde que concreción de apoyo militar y económico a ese régimen agónico.
Putin le sacó el jugo a la estolidez de Chávez vendiéndole chatarra militar y participando en el ominoso saqueo de las riquezas nuestras. Para continuar el latrocinio, se confirmó como enemigo de la democracia venezolana.
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