Publicado en El Nuevo Herald el 03 de julio del 2020.
Las naciones tienen momentos en que la realidad se hace incierta, pantanosa e inasible. Es cuando se debe evitar la morbosidad del dogmatismo y dar espacio a la duda, la reflexión y la tolerancia.
La política es alérgica a los dogmas, a las ideas sacralizadas, irrenunciables y confiscatorias del pensamiento. Por eso nos atrevemos a postular que en la Venezuela de hoy, secuestrada por la incertidumbre, la dicotomía entre elecciones y abstención es un falso e inconducente dilema.
Los que nos identificamos con la Asamblea Nacional y Juan Guaidó, con sus aciertos sin solapar sus errores, somos por naturaleza democrática inclinados a favorecer procesos electorales.
Pero ir a elecciones siempre, a cualquier precio y en cualquier situación, es un dogma tan enojoso como defender la abstención a capa y espada. Y los dogmas, como las rondas del genial mexicano Agustín Lara, “no son buenas, hacen daño, dan pena y se acaba por llorar”.
Nosotros queremos elecciones. Solo pedimos unas condiciones mínimas, lógicas, legales, de sentido común:
Que las dirijan un CNE constitucional e imparcial; se revise el adulterado registro electoral; se impida la inhabilitación de partidos y candidatos; puedan votar los venezolanos migrantes forzados; haya supervisión internacional confiable…
Pero el castrochavismo teledirigido por Cuba y Putin, se niega a aceptar esas condiciones mínimas. Ellos se aferran al poder absoluto con saña canina. Como los Castro cubanos se oponen cerrilmente a respetar la reglas del juego democrático.
Como no somos dogmáticos y admitimos que podríamos estar equivocados, que podría ocurrir el milagro de que el castrochavismo acepte las condiciones mínimas, en tal caso, deberíamos entrar en campaña por los candidatos democráticos.
¡Nada nos gustaría más que salir por elecciones de la pesadilla creada por la narcodictadura!
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