Publicado en “elNuevo Herald” de Miami (sábado 27 abril 2019)
Es posible que el hombre avance inexorable hacia una patética condición acuática: inodora, incolora, insípida y hasta indolora. Por el camino de la robotización podría estar condenado a la desgracia de la inmortalidad. Se haría metálico o quizás de fibra de vidrio, electrónico, alérgico a la conversación, sordo al rumor de las cascadas y el trino de los pájaros, desentendido del olor de las especies, el sabor del mango o la frescura de la sandía, desatento al llamado de la hembra, en fin, ajeno a lo que Darío celebró como “una sensual hiperestesia humana”.
Desde que el recio Santo Tomás Moro sufrió martirio del rey por postular su utopía (el sueño de un mundo iluminado por el amor al prójimo) las que vinieron después fueron una calamidad.
Las de los fascistas que asesinaban en nombre de la superioridad racial, los teocráticos que mataban por amor a Dios, los comunistas homicidas en homenaje al supuesto partido del proletariado, y hasta los capitalistas, con menos deliberación criminal, pero empeñados en sacrificar la felicidad genuinamente humana en el altar del dinero.
Hace poco escuché a una joven brillante afirmar que se había hecho hermética a toda utopía. La frase delata confusión entre utopía y dogmatismo, dos categorías más que distintas contradictorias.
La nueva utopía convoca a proteger la naturaleza vapuleada por la contaminación y el consumismo, antes que ella sea arrasada y nosotros con ella.
A la colaboración interpersonal, la comunicación directa (conversación), la solidaridad social para rescatar mediante la educación, salud y seguridad universales, a los pobres del desamparo y a los ricos del aturdimiento codicioso.
A eludir sin conservatismo inútil el dominio de la tecnología y la digitalización, para que la humanidad persista y no terminemos de androides asexuados, aburridos y repletos de conocimiento mezquino.
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