Publicado en el Nuevo Herald el 14 de Septiembre del 2019.
Son tiempos en que mono no carga a su hijo. Vivimos la apoteosis de la antipolítica. Los astutos, para camuflar sus faltas, han logrado desparramar la falacia que los políticos son culpables de todos los males que martirizan al género humano.
No prentendemos negar que hay políticos nefastos, al igual que periodistas, empresarios, sindicalistas, dirigentes comunitarios, culturales y deportivos, abogados, médicos, enfermeras, albañiles y hasta pastores, imanes, rabinos y curas, que son una calamidad.
Así, ante la distorsión de la política como espectáculo y juegos de astucia, se impone destacar a políticos útiles, vocacionales del amor al prójimo y el servicio público, preparados para su oficio, pluralistas, sobrios y sobre todo valientes, porque tal era según Aristóteles la principal virtud política.
En los años de la Democracia Civil venezolana (1958-98), que según el acreditado historiador Manuel Caballero fueron los mejores de nuestra historia, hubo políticos de renombre o de resonancia menor, que podemos considerar modélicos. Uno de ellos es el actual embajador del gobierno legítimo de Juan Guaidó en la Organización de Estados Americanos (OEA), Gustavo Tarre Briceño.
Gustavo entiende que un político tiene que ser profesional de su actividad, que el amateurismo es una irresponsabilidad, que se debe ser culto en lo general y doctrinario y programático en lo específico político y, por encima de todo, que hay que tener coraje para defender las posiciones propias y tolerancia y flexibilidad para procesar las de los adversarios.
Brota abundancia de necedad audiovisual, digital e impresa, que evalúa con ligereza y espasmos perentorios, la gestión de Tarre Briceño al frente de nuestra delegación en la OEA. La verdad es que él y su equipo (todos son ad honorem: Tarre, José Hernández, María Sanglade, Neiza Pineda, Rafael Castillo, Pedro Garmendia.) han logrado que Venezuela tenga voz contundente en la OEA.
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