Publicado el sàbado 21 de enero 2017 en “El Nuevo Herald” de Miami
Como soy sin ambages pro-norteamericano, suelo ser simpatizante de los presidentes de EEUU, siempre de modo crítico, porque yo no soy fanático de nada ni nadie (bueno, si exceptuamos al Magallanes, Boca Juniors y Yanquis de Nueva York).
Mis presidentes preferidos de la última centuria son Franklin Roosevelt, Dwight Eisenhower, John Kennedy, Ronald Reagan y Barack Obama. Y otras figuras políticas como Condoleezza Rice y John McCain.
Sin ser perfecta, como es lógico, no tengo dudas de que la gestión del presidente Obama será reconocida por la historia como positiva. No solo por haber roto la barrera racial hacia la Casa Blanca, sino también por ser responsable de contribuir al rescate del prestigio mundial de los Estados Unidos.
Obama rescató la economía hundida por la corrosiva astucia de las grandes corporaciones, mejoró el empleo, enfrentó con vigor la tragedia del calentamiento global y contaminación ambiental, liberó a EEUU de dos guerras (Afganistán e Irak) onerosas en lo económico, militar y de vidas humanas, logró que millones de personas (entre otros este servidor) tuvieran acceso a un seguro de salud y, sobre todo, actuó en el marco internacional en concertación con la ONU, la OTAN y los aliados democráticos de Europa y resto del mundo.
Se trata de un balance valioso. Aunque pudiera tener la excusa del implacable bloqueo parlamentario que sufrió durante su gobierno, los resultados de Obama en materia de inmigración (a pesar de la protección a los dreamers) no son satisfactorios; lo mismo se podría decir de su desinterés por Latinoamérica, propio de todos los presidentes norteamericanos, con excepción de Kennedy.
Y como casi todos los gobernantes democráticos de Europa y América Latina, el presidente Obama se dejó engatusar por la dictadura cubana. Les dio mucho sin recibir nada a cambio para la democracia.
Gracias a Obama y buena suerte para el presidente Trump.