Especial para “El Nuevo Herald” de Miami:
Ya hemos escrito que la política democrática, por estar afincada en el pluralismo y la tolerancia, es incansable búsqueda de consensos y elusión de conflictos. El político profesional, como es mi caso (aunque ahora en retiro forzoso), sabe que trabaja para la armonía social, para los entendimientos y la convivencia.
Por eso no somos refractarios a los diálogos con el adversario. No consideramos que sean desdorosos o desleales. Por el contrario, sabemos que pueden ser instrumentos idóneos para los acuerdos y salidas pacíficas a las crisis.
Pero un dialogo para ser conducente debe cumplir condiciones mínimas:
Debe existir en las partes voluntad de entenderse, para lo cual se hacen concesiones mutuas. No es ese el caso venezolano, donde la oposición democrática aspira a una salida legal, o sea, dejar que el pueblo resuelva la crisis mediante unas elecciones. Mientras que el gobierno obediente al comunismo cubano, el terrorismo musulmán y el narcotráfico, no está dispuesto a ninguna concesión. Prefiere perpetrar un genocidio a permitir que los ciudadanos se expresen electoralmente.
En un diálogo las partes deben mantener sus fortalezas mientras se van concretando los acuerdos. Para el régimen castrochavista la fortaleza está en el control del gobierno y domesticaciòn de los otros poderes. Para la oposición son la legitimidad de la Asamblea Nacional y, sobre todo, contar con casi el 90% de la población que rechaza al castrochavismo.
Fue entonces un disparate histórico desmovilizar a la ciudadanía, para ir a un diálogo que fracasó e inexorablemente volverá a fracasar. Diálogo y calle eran factores complementarios y no contradictorios. Ahora corresponde animar la movilización popular para forzar la renuncia del régimen ruinoso y, también, contar con los militares democráticos, que los hay, para defender al pueblo cuando el castrochavismo intente un genocidio.