En la tintorería de Ada Morales, en Sweetwater, me tropecé con libros viejos en venta para contribuir a la lucha contra el cáncer. Con emoción descubrí en el lote a “El cero y el infinito”, de Arthur Koestler, una novela cimera del siglo XX, que la vida se me pasaba sin haber leído.
Koestler fue un húngaro judío, que escribió en alemán y sobre todo en inglés, que llevó una vida azarosa y de mucho protagonismo en los grandes escenarios de la pasada centuria: Palestina y el sionismo, la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin, París ocupado por los nazis y, desde luego, Inglaterra cuya nacionalidad adoptó.
El relato de Koestler, de tono periodístico y aliento filosófico, parco en descripciones pero preciso en los conceptos, nos habla del totalitarismo fanático que atrapa al ser humano, para reducirlo a la impotencia, la desesperación y la muerte.
La envolvente perfidia del comunismo totalitario, es presentada en este libro en toda crudeza. El hombre envilecido por el partido, tanto el militante como el disidente, en una realidad en la cual el partido, como representante, guardián y vocero de la historia, “no se equivoca nunca” y, en consecuencia, tiene derecho al poder absoluto y a matar a quienes lo adversan.
En “El cero y el infinito” se retrata la desenfrenada represión de la Rusia de Stalin, el asesinato de los opositores, incluso de sus compañeros más encumbrados, lo que ratifica la vieja constatación de que las revoluciones, como tragedias históricas que terminan siendo, como el Dios Saturno romano, al final devoran a sus propios hijos.