Publicado en El Nuevo Herald el 22 de julio del 2016:
La noche del lunes más reciente, mientras fatigaba la contemplación hipnótica de una luna licantrópica, caprichosamente me asaltó la imagen de los hiperbólicos que ahora pululan por estos pagos.
Hipérbole es una figura retórica de origen grecorromano. Por cierto, el “Diccionario panhispánico de dudas” le recomienda el género femenino al vocablo. La palabra es sinónimo de exageración, exceso, intento de disminuir o aumentar indebidamente el valor de un concepto, idea, acción o postura.
Y así fue como recordé que cuando llegué al exilio en Florida, parece increíble pero ya hace más de una década, solía encontrarme militantes del partido Demócrata que aseguraban, con todas sus letras, que el presidente George W. Bush era un fascista –y hasta un genocida.
Ahora son los republicanos los que afirman que Obama no nació en Estados Unidos, que es un impostor y, peor aún, que es una especie de agente dormido del fundamentalismo musulmán. Y hasta hubo un jefe policial que con la más brutal estolidez, lo acusó de tener las “manos llenas de sangre”, por la muerte ominosa de agentes en Dallas y Baton Rouge.
Una de las claves de la perdurabilidad de la Democracia norteamericana, de la gobernabilidad y convivencia del país, ha sido el entendimiento bipartidista para las materias estratégicas. La capacidad de acordarse cuando el alto interés nacional lo reclama.
Hoy esa tolerancia, capacidad de diálogo, negociación y acuerdo, está en serio peligro por la contumacia e inmoderación de los radicales, liberales y conservadores, enquistados en los dos grandes partidos. Llegó entonces la hora para demócratas y republicanos de sacudirse a los fanatizados, los rabiosos, los hiperbólicos.
Estados Unidos es la locomotora de la Democracia mundial. Hay que impedir que su liderazgo caiga en manos de demagogos calenturientos, espectaculares, soberbios, incapaces de comprender la responsabilidad planetaria de esta nación puntera y paradigmática.