Publicado en El Nuevo Herald el 4 de marzo del 2016:
Hablar de un desierto poblado de flores suena a contradicción en los términos, a oximorón, antinomia, a menos que uno se refiera a la hazaña de los judíos en sus tierras ancestrales de Israel.
Sanear los pantanos, aprovechar los recursos marinos, fluviales y lacustres, hacer productivas las tierras yermas, desarrollar las ciencias, la educación, la cultura, el deporte, la convivencia ciudadana, la capacidad de defensa, en fin: la alegría de vivir, han sido logros de un pueblo que merecía una existencia de calidad, después de milenios de persecuciones y atropellos.
Hace unos pocos años estuve en Tierra Santa adosado a un lujoso grupo de periodistas de Florida, invitados por el American Jewish Committee (AJC). De esa experiencia guardo algunos impactos:
La voluntad democrática de los judíos que, aparte de llevarnos a conocer los lugares sagrados para nosotros los cristianos (el Santo Sepulcro y el pesebre de Belén donde nació el Redentor), nos pusieron a conversar con líderes de Israel de todas las tendencias, incluso nos llevaron a Cisjordania a entrevistarnos con dirigentes de la Autoridad Palestina.
La vocación de trabajo y estudio de los judíos, el empeño en progresar, en tolerar las diferencias étnicas, políticas y religiosas, en tener ciudades limpias, modernas, humanas, bien preparadas para la vida y la defensa.
El compromiso de la juventud israelita con la defensa de su país y la preservación de su democracia. Jóvenes críticos, progresistas y optimistas en medio de una situación de guerra permanente.
Y desde luego, cuando visité los territorios palestinos me agobió la imagen de dejadez, crispación, aturdimiento de una población resignada a la limosna internacional, víctima de unos dirigentes corruptos, demagogos y belicosos que, para mantenerse en el poder autoritario, le inculcan a su gente que su única esperanza es la guerra, el odio a los judíos y la destrucción de Israel.