- Especial para el semanario de Florida “El Venezolano”- octubre 2018
Etimológicamente el suicidio es el acto de la muerte producida por uno mismo. Es algo tan lejano a la lógica, tan ajeno a la inclinación natural del ser humano, cuyo instinto de conservación es inherente, que las religiones suelen condenar esa acción de quitarse una vida que es considerada sagrada. ¡Sólo Dios da y quita la vida!
Se distingue el suicidio de la eutanasia, muerte asistida por un médico competente; y de la propia muerte asistida donde el paciente, siempre con vigilancia médica, completa el acto de su propio deceso.
El suicidio ocurre por un sufrimiento irresistible de la víctima, su incapacidad sicológica para superar el problema y, desde luego, por la pérdida de toda esperanza de resolverlo. No es una acción ni cobarde ni valiente, sino más bien una salida desesperada.
La muerte asistida es por su parte la decisión del que quiere morir dignamente, del que rechaza un sufrimiento-enfermedad humillante, terminal, que lo maltrata a él, a su familia y amigos.
En Suiza, Bélgica y Holanda, la muerte asistida es legal. Lo mismo ocurre en los estados norteamericanos de Colorado, California, Hawai, Montana, Oregon, Vermont, Washington, además de la capital, distrito Columbia (DC).
Pero el suicido, la eutanasia y la muerte asistida no deben ser confundidas con el asesinato. En las tres primeras opera la voluntad libre del ejecutor, en el crimen se trata de una fuerza abusiva externa que actúa contra el libre albedrío de la víctima.
Tenemos el caso por ejemplo, de la bandidocracia castrochavista que oprime a Venezuela. Al igual que todos los despotismos que en el mundo han sido, simulan suicidios de sus cautivos para enmascarar sus crímenes.
Así hicieron con el concejal caraqueño Albán y así quieren hacer con el diputado William Dávila. A la victima le hacen una acusación falaz, lo torturan hasta la muerte y luego, a través de un fiscal cómplice como Tarek William Saab, anuncian que el prisionero se suicidó.
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